2.08.2008

Chato Vs Bullard

¡Llamen a los bomberos!


Por César Hildebrandt

Hay alguien que firma como Alfredo Bullard. Este señor Bullard dice que la economía y el lenguaje son órdenes espontáneos y que ninguna autoridad debe meter su sucia mano en tratar de normarlos. Es decir, el señor Bullard es un personaje de Stendhal, un anarquista de armas tomar.

Debería de simpatizarme el señor Bullard, que escribe sobre economía en “Perú 21”. Al fin y al cabo, el individualismo acérrimo, el desacato y la impropiedad de gestos y discursos han sido una constante en mi vida. Lo que pasa es que el señor Bullard no es un libertario.

Veamos. El señor Bullard dice que la Real Academia ejerce un tutelaje imposible sobre el idioma que él maltrata. Eso es cierto. Porque la Academia no tiene ningún poder coercitivo para lograr que el señor Bullard escriba relativamente bien o respete la ortografía, que no es úcase sino tácita convención internacional que impide, entre otras cosas, que el té chino se confunda con el te quiero verde de las cazadoras de viejos.

Pero lo que no es cierto es que la economía sea como el lenguaje. Y todavía menos cierto es que los gobiernos sean algo así como las Reales Academias de las economías: tutores anacrónicos e indeseables de algo que se regula espontáneamente.

Lo que pasa es que el señor Bullard es un entenadito de Friedman, un hijito de Chicago, un sobrino de Rico Mac Pato y un hermanito de Richi Ricón, el de la peli. Y nos quiere hacer creer que así como él puede patear al idioma, las empresas (los conglomerados, las corporaciones, los fondos buitre, las arpías de J.P. Morgan) pueden hacer lo que les convenga sin que venga el Estado “populista” a tratar de regularlas, qué tal lisura.

Eso será, en todo caso, cuando las cosas marchan bien. Porque cuando no marchan, cuando las hipotecas-basura le hacen un forado de 28,000 millones de dólares al Citigroup, entonces todos llaman a los bomberos y gritan como monjitas atrapadas por las llamas.

Y entonces viene el papá Estado keynesiano y le pone ciento cuarenta mil millones de dólares de vitaminas a la economía desregulada que tose como ­una tebeciana.

O sea que está muy mal que el Estado controle a Halliburton, la empresa de Dick Cheney, pero está muy bien que el Estado envíe sus cuadrillas de rescate cuando la especulación delictiva de las subprime ha creado un sismo que ya no es sólo financiero. De la mano invisible pasamos al dedo medio estirado de los Chicago Boys. De Mr. Smith a Mr. Bernanke. Y de la pureza liberal al cambalache práctico donde las ganancias son siempre privadas pero las pérdidas hay que socializarlas.

En todo caso, ayer se demostró, con el derrumbe de todas las bolsas, que el discurso de Bush no impresiona a nadie ni produce ninguna reacción en el global paciente.

Y es que ciento cuarenta mil millones de dólares de ayuda en impuestos renunciados es muy poco para el tamaño de la crisis estadounidense.

Si los síndicos de quiebras tuvieran la palabra, Estados ­Unidos tendría que declarar su insolvencia. Es un país que imprime billetes con el frenesí con el que lo hacía la República de Weimar, billetes que hace dos años valían 50 por ciento más de lo que valen ahora en relación al euro, billetes que compra y almacena China (cada norteamericano le debe cuatro mil dólares al gobierno chino), billetes que sigue imprimiendo para complacer al complejo militar-industrial (siempre necesitado de guerras), billetes que forman las montañas de su déficit comercial (que es el 5% de su Producto Bruto Interno), billetes que ya no respaldan el crecimiento –hoy estancado– de la productividad en los sectores de alta tecnología.

En resumen, la primera potencia militar del planeta tiene una economía con pies de barro –ajena por completo a las recetas ortodoxas que imponen a los pobres los organismos multilaterales controlados por ella– y su precaria hegemonía se basa no en la economía sino en un acuerdo mundial que incluye a China, Japón y la Europa que manda en Bruselas. Este acuerdo le da a los Estados Unidos prerrogativas que nadie tiene y que ningún economista liberal serio consentiría. Y este ­acuerdo, como todo acuerdo, podría revisarse en cualquier momento.

La recesión norteamericana y el crujir de escaleras que se siente a escala internacional se veía venir. Y es parte de un fenómeno que tiene que ver con aquello que los entenaditos de Friedman no quieren ver: los límites y las contradicciones insalvables de la globalización y la demostración de que haber apostado todo al comercio mundial era –y es– ­una temeridad.

Y ahora que Friedman no alcanza, pues llamemos a los bomberos. Y ahora, como ayer, a los grandes bancos los salvarán con la plata que le quitaron a los programas de salud pública. Igual que aquí: mil millones de dólares le costó al “Estado subsidiario” peruano salvar a los Wiesse y a los Picasso. Mil millones de dólares que jamás hubiesen ido a las arcas de los programas sociales. Eso es el liberalismo en clase práctica.


Muralla burocrática

Por Alfredo Bullard

De los monopolios, el más nefasto es el creado por el burócrata. O le pagaron para dar un privilegio o es un ignorante que no entiende que su monopolio deja a los ciudadanos a merced de la arbitrariedad. En otras formas de monopolio, que escandalizan a los mismos burócratas arbitrarios, sabemos que cuando la empresa suba los precios, firma su sentencia de muerte: sus excesivas ganancias invitan a otros al mercado y generan competencia. Pero el monopolio legal, el que regala el Estado, no lo mata nadie. Las revisiones técnicas son así. Por eso debemos agradecer que el Indecopi haya declarado que la Municipalidad de Lima ha creado una barrera (debió decir muralla) burocrática, a la que podemos atribuir las penurias que los limeños hemos experimentado por la maldición de tener auto. Y sobre los comentarios de Hildebrandt a mi columna hace unos días en La Primera, lo chato de sus ideas económicas me hace imposible comentarlas.

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